Revista Americana de Medicina Respiratoria - Volumen 15, Número 1 - Marzo 2015

Editorial

La medicalización de la vida: entre el anhelo y la quimera

Autor : Silvia Quadrelli

Editora en Jefe, Revista Americana de Medicina Respiratoria

Correspondencia : E- mail: silvia.quadrelli@gmail.com

“Well, I’d rather be unhappy than have the sort of false, lying happiness you were having here.”
Aldous Huxley, Brave New World

La “medicalización” describe el proceso mediante el cual problemas inicialmente no médicos son definidos y tratados como problemas médicos, generalmente definiendo nuevas enfermedades y trastornos. Algunos analistas han sugerido que el crecimiento de la influencia y la expansión de las áreas de competencia de la medicina es “una de las transformaciones más potentes de la última mitad del siglo XX en el mundo occidental”1.
Una sociedad define qué es normal, qué es una “diferencia” como puro rasgo de personalidad, o de elecciones o de excentricidad y qué es una “enfermedad”.
La medicalización, al estar referida principalmente a qué se consideran desviaciones y “eventos de la vida normal”, afecta a una amplia franja de nuestra sociedad y abarca muchas áreas de la vida humana. Entre otras, la actual medicalización de la “anormalidad” incluye categorías tales como el alcoholismo, trastornos mentales, modalidades de conducta, adicciones a opiáceos, trastornos alimentarios, opciones sexuales y de género, disfunción sexual, discapacidades de aprendizaje e infantil y abuso sexual. No se trata de abrir juicio sobre si el considerar ciertas categorías como “enfermedades” es bueno o malo, sino de ser consciente de que la creación de la categoría “enfermedad” para la mayor parte de los fenómenos es una construcción social (con enormes implicancias) y que en las últimas décadas, muchas características de la vida humana han entrado a esta categoría de “enfermedad”. A la mayor parte de nosotros, hoy no nos queda duda de que los éxtasis de los místicos de la Edad Media eran delirios alucinatorios que hoy trataríamos farmacológicamente, pero para su sociedad eran fenómenos religiosos. Hoy nuestra sociedad aún reverencia el amor romántico y la pasión alimenta miles de páginas y miles de minutos de filmación. En 50 años, la sociedad puede (o no) considerar el amor un trastorno de la personalidad tratable con fármacos. La “verdad” tiene mucho de temporal. O, en términos de Bourdieu, el cuerpo humano es un producto social (mucho más que natural), modelado (o construido) en relaciones sociales que lo condicionan y le dan forma. A través del cuerpo hablan las condiciones de trabajo, los hábitos de consumo, la clase social, el habitus, la cultura. El cuerpo es pues, como un texto donde se inscriben las relaciones sociales de producción y dominación. Y por ende, está históricamente determinado2.
De esta forma, la medicina ha generado en los últimos años numerosas nuevas categorías, desde el trastorno de hiperactividad y déficit de la atención al síndrome premenstrual pasando por el trastorno de stress postraumático o el síndrome de fatiga crónica. Comportamientos que fueron una vez definidos como inmorales, pecaminosos o criminales han pasado a tener significado médico, trasladándolos de maldad a enfermedad. Procesos comunes de la vida han sido medicalizados, incluyendo la ansiedad y ciertos estados de ánimo, la menstruación, el control de la natalidad, la infertilidad, el parto, la menopausia, el envejecimiento y la muerte.
El estudio de la medicalización ha generado creciente interés en los últimos años, tanto desde la sociología como desde las disciplinas de la salud. De hecho, en 2002, el British Medical Journal organizó una votación entre sus lectores sobre cuáles eran en nuestro entorno las principales “no-enfermedades”, aquellos procesos cuya inclusión en el campo de actuación de la medicina era al menos dudosa3. Los votantes rápidamente generaron una amplia lista que incluyó categorías como el envejecimiento, el parto, el embarazo, el jet-lag, las bolsas debajo de los ojos o la infelicidad.
Las miradas críticas hacia este proceso de medicalización marcan la preocupación de que la misma transforme prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana en patologías y genere un estrechamiento de la gama de lo que se considera aceptable. Por otra parte, la medicalización también centra el origen del problema en el individuo en lugar de enfatizar el rol del entorno social; y por tanto instala el paradigma de que el “problema” requiere intervenciones médicas individuales en lugar de soluciones colectivas o sociales. Considerar un aspecto de una vida humana como una “enfermedad” puede generar beneficios: generar más empatía y menos culpa, proporcionar coherencia a los síntomas de los pacientes y validación y legitimación de sus problemas, ser liberado de ciertas obligaciones, obtener beneficios sociales y sobre todo, una explicación para aquello que a alguien lo hace sufrir. Pero aún desde el punto de vista individual puede también tener muchos perjuicios: el estado adquiere “poder” sobre el cuerpo del “enfermo” y puede obligarlo a aceptar ciertas conductas, se le puede negar un crédito o un seguro o un empleo. Alguien adquiere una etiqueta, ya no es una persona, es “un asmático” o “un síndrome metabólico” o “un bipolar” o “un EPOC” y muchas veces esto genera un estigma que puede marcar profundamente su personalidad. Buen ejemplo de esos riesgos fue el hoy popular Alan Turing, brillante matemático británico que, pese a haber dado excepcionales servicios a Gran Bretaña durante la guerra (se calcula que su trabajo acortó la Gran Guerra en al menos dos años), poco tiempo después fue obligado a la castración química para “curar” su homosexualidad (una de las pocas entidades “de-medicalizadas” durante el siglo XX), lo que lo llevó finalmente a suicidarse en 1954 cuando tenía sólo 42 años.
Un riesgo adicional de la medicalización es que, mediante la ampliación de la jurisdicción médica, se aumenta la magnitud del control social del área médica sobre el comportamiento humano. Cada vez más, el cuerpo es una realidad biopolítica; la medicina es una estrategia biopolítica4. Ese proceso de la medicina como control social (que Foucault describe tan bien) y que comenzara alrededor de 1870, con los grandes fundadores de la medicina social inglesa, a través de la “Ley de los Pobres” y la legislación médica de los “health service” y “health offices” provocó, desde su creación, una serie de reacciones violentas de la población, de resistencia popular y de pequeñas insurrecciones antimédicas porque los ciudadanos percibían el poder regulatorio de estas estrategias sobre sus elecciones individuales. Progresivamente, este control social se naturalizó, la sociedad lo internalizó y de hecho se incrementa cada vez más cuanto más amplia es el área de fenómenos personales y sociales que se incluyen en el ámbito de dominio de la medicina.
Las diferentes críticas a la medicalización han tenido y tienen visiones muy distintas e interpretaciones divergentes (Foucault, Illich, Navarro, Mendelsohn, Skrabanek, etc.)5.
El más famoso de los críticos ha sido sin duda Ivan Illich que comienza su libro de 1975 “Némesis Médica”6 diciendo: “La medicina institucionalizada amenaza la salud”, afirmación que puede haber sido provocadora y controvertida en los 70, pero que hoy ya es casi convencional7. La orientación del término cuando recién ingresó a las publicaciones académicas y médicas parecía más clara y determinante: la medicalización era la expansión de la autoridad médica en los dominios de la vida cotidiana, una tendencia que era promovida por los médicos y que debía ser rechazada en nombre de cierta clase de liberación de este dominio y control indeseable. Sin embargo, coincidiendo con Metlz & Herzig, no puede dejar de reconocerse que casi 40 años después, la definición de medicalización es mucho más compleja, en parte por el amplísimo (y muy variado) uso del término pero también por el rol cambiante de los actores involucrados y por el reconocimiento de que no es tan fácil discriminar las buenas y malas consecuencias del proceso8. Utilizar el término medicalización en su concepción original, meramente como una extensión de la autoridad médica más allá de un límite legítimo, no ayuda mucho a entender el fenómeno si no se trata de avanzar en las razones y los actores involucrados en el tiempo presente9.
Los comportamientos sociales e institucionales que generan las nuevas definiciones operacionales de “enfermedad” influyen enormemente en las percepciones que las personas tienen sobre qué es “salud” y qué expectativas tienen derecho a tener al respecto. Hay un contraste (que aumenta con el desarrollo económico y el acceso a los “bienes de la salud”) entre la definición de salud pretendidamente objetiva que generan los médicos y las organizaciones médicas y la salud subjetiva percibida por los individuos. Como fuera señalado por el Premio Nobel de Economía Amartya Sen, cuanto más gasta una sociedad en asistencia sanitaria, mayor es la probabilidad de que sus habitantes se consideren enfermos10.
Para muchos, los médicos son los principales agentes de la medicalización. La mayor parte de las decisiones sobre diagnóstico y tratamiento exigen una activa participación de los médicos para arbitrar sobre los beneficios de las intervenciones terapéuticas. La influencia cultural o profesional de la autoridad médica es fundamental. No hay duda de que, de una forma u otra, la profesión médica y la expansión de la jurisdicción médica fueron fuerza motriz para la medicalización y que los médicos tenemos buena parte de la responsabilidad por la construcción de una cultura intervencionista y fascinada por la adopción de innovaciones11. Detrás de esta actitud hay factores muy diversos como los potenciales beneficios personales o corporativos de la ampliación de un “mercado”, sus eventuales beneficios económicos (directos o indirectos) o el aumento de la capacidad de influencia y poder dentro de la sociedad, pero sin olvidar también el genuino interés por disminuir el sufrimiento de las personas y la férrea confianza en el poder de la ciencia en la que fueron educados.
Otro actor obviamente implicado en el proceso de la medicalización es la industria farmacéutica. Cada vez que se genera una enfermedad, la consecuencia inmediata es que para cada proceso existe un tratamiento. En tanto entidad con fines de lucro y con compromiso con sus accionistas, es coherente dentro del funcionamiento del sistema capitalista, que la industria farmacéutica busque aumentar mercados y con ello expandir su rentabilidad financiera. En la medida en que ciertas circunstancias previamente consideradas parte de la vida o el proceso de envejecimiento (la calvicie, el colon irritable, la osteoporosis, la obesidad, la ansiedad, algunos síntomas de la menopausia, la disminución del apetito o la potencia sexual) o factores de riesgo (determinaciones bioquímicas asintomáticas, antecedentes familiares, estilos de vida) sean considerados enfermedades, pasarán a ser pasibles de recibir un tratamiento. Claros ejemplos de este rol determinante de la industria fue el desarrollo y la comercialización de la Ritalina (metilfenidato) y la terapia de reemplazo hormonal (TRH) que desempeñaron un papel crucial en la medicalización de la hiperactividad y la menopausia. Imershein & Estes12 argumentan que los servicios médicos están crecientemente organizados como líneas de producción, coherentes con un enfoque basado en estrategias de mercado. La industria farmacéutica interviene en el proceso de medicalización a través de múltiples canales. En países con regulaciones más laxas sobre la publicidad de medicamentos, se invierte en publicidad directa sobre el público consumidor. La aprobación de la Food and Drug Administration Modernization Act en 1997 en EEUU permitió un uso más amplio de la promoción de los usos off-label de medicamentos, incluida la publicidad directa al consumidor. Esto facilitó circunstancias como la creación de un enorme mercado para el Viagra, fundamentalmente a través de la publicidad masiva. En 1998, la FDA aprobó el uso de sildenafil para el tratamiento de la disfunción eréctil, inicialmente dirigida a la impotencia sexual asociada a la diabetes y el cáncer de próstata. Conocedora de que existía un mercado potencial mucho más amplio, luego de una campaña publicitaria inicial muy discreta, Pfizer comenzó una agresiva campaña de marketing entre médicos y público en general. Al comienzo la estrategia fue un ex - senador ya retirado dirigiéndose a los hombres de mayor edad (Bob Dole, ex senador republicano por Kansas), pero después fue la estrella del baseball Rafael Palmeiro y los anuncios en un automóvil del NASCAR. El anuncio sugería “Pregunte a su médico si Viagra es para Ud.”. Y como casi cualquier hombre (de acuerdo a sus expectativas individuales) puede considerar que tiene disfunción eréctil, las ventas de Viagra fueron sensacionales con cifras de más de 1.5 billones de dólares en sólo un año13.
Pero aún en países con legislaciones más restrictivas, esta forma de publicidad tiene lugar para terapias que han adquirido la categoría de “médicas” pero que no están reguladas como son los procedimientos estéticos, las vitaminas, los anti-inflamatorios o los productos para disfunciones digestivas. Es fácil recordar las campañas publicitarias televisivas en nuestro medio promocionando el AAS para el “cansancio” o “un día difícil” o (a pesar de toda la evidencia en contra) para la prevención del infarto agudo de miocardio o, más recientemente, la del ibuprofeno para los supuestos trastornos del humor asociados a la menstruación. Pero por supuesto, el foco de la propaganda médica son los agentes de salud, especialmente los médicos. Publicidad directa, beneficios personales, producción de material educativo sobre las drogas. Pero lo más directamente relacionado con la medicalización es la inversión realizada con la función de “instalar” la importancia de una determinada enfermedad. En la era “post-Prozac” el marketing de las enfermedades en sí mismas (para luego vender drogas para el tratamiento de esas enfermedades) se ha hecho más y más común. Desde que la FDA aprobó el uso de la paroxetina para el SAD (social anxiety disorder o trastorno de ansiedad social) en 1999 y para tratar el GAD (generalized anxiety disorder) en 2001, GlaxoSmithKline ha gastado millones de dólares en campañas de concientización de la enfermedad, no para promocionar la droga sino para aumentar la visibilidad pública de SAD y GAD. Como agente de medicalización, la industria el mensaje que hoy expresa y en el que basa mucha de su publicidad es “Ud. tiene una enfermedad que hasta hoy no sabía que tenía”. Las compañías farmacéuticas hoy publicitan más enfermedades que drogas, probablemente como ingeniosa respuesta de marketing a las progresivas restricciones que las agencias regulatorias intentan aplicar al marketing directo de drogas.
En ocasiones (y no necesariamente por su propio interés directo sino por las presiones recibidas) han sido los pagadores de salud (las aseguradoras de salud que pagarían por tratamiento) quienes fueron determinantes en la medicalización de ciertas condiciones como la “disforia de género”, la obesidad, la infertilidad y el tratamiento médico para el alcoholismo.
Sin embargo, limitarse a los médicos, las empresas médicas y el complejo farmacéutico como únicos responsables de la medicalización, dejando al público general en un rol de aceptación pasiva, es una lectura muy miope del fenómeno. Ya en la década del 90, algunos autores comenzaron a señalar la necesidad de “repensar” o “reconsiderar” la medicalización. Simon Williams y Michael Calnan (1996) 14 criticaron que la mayoría de los estudios sobre medicalización colocaban a los individuos o el público en general como un agente pasivo y acrítico de la expansión de la medicina, ignorando de esa manera el rol potencial que puede tener en la limitación de esa expansión desmedida.
Los consumidores están jugando un papel creciente en la medicalización. Arthur Barsky y Jonathan Boros 15 señalan cuánto ha disminuido la tolerancia del público a síntomas leves, estimulando una “medicalización progresiva de la angustia física en la cual simples incomodidades y síntomas aislados son reclasificados como enfermedades”. El mayor nivel de vida suele ir unido a una cultura de consumismo (medicina incluida) y en las sociedades más desarrolladas cada vez más se instala el rechazo de la enfermedad y la muerte, como partes inevitables de la vida. Este fenómeno no está aislado del resto de la transformación de la sociedad posmoderna. Como describiera Giles Lipovetsky en “La era del vacío” 16, nuestro tiempo se caracteriza por una inversión narcisista en el cuerpo “visible directamente a través de mil prácticas cotidianas: angustia de la edad y de las arrugas, obsesión por la salud, por la “línea”, por la higiene; rituales de control (chequeo) y de mantenimiento (masajes, sauna, deportes, regímenes); cultos solares y terapéuticos (superconsumo de los cuidados médicos y de productos farmacéuticos), etc”. En la sociedad posmoderna caracterizada por la deserción generalizada de los valores y finalidades sociales y en la que vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones y nuestra posteridad: en la que el sentido histórico ha sido olvidado, el cuerpo se eleva a la categoría de persona, deja de ser un vehículo para ser la persona en sí misma y como tal, gana dignidad; debemos respetarlo, vigilar constantemente su buen funcionamiento, luchar contra su obsolescencia, combatir los signos de su degradación por medio de un permanente reciclaje que evite la ahora inaceptable decrepitud “física”. Como señalara Lewis Thomas, buena parte del despilfarro sanitario procede de la convicción del público en general de que la medicina moderna es capaz de resolver mucho más de lo que en realidad es posible17.
Los movimientos sociales, organizaciones de pacientes y los pacientes individuales han sido importantes defensores de la medicalización18. En nuestro cambiante sistema médico, los consumidores de salud se han convertido en actores principales. En la medida en que el cuidado de la salud se vuelve cada vez más una “commodity” sujeta a las fuerzas del mercado, se ha vuelto similar a otros productos y servicios de mercado. Ahora somos consumidores, elegimos tipos de seguro médico, entidades de medicina prepaga e instituciones hospitalarias privadas en un verdadero mercado de compra y selección de las instituciones de atención. Aún en un país con fuerte presencia del subsector público como es la Argentina, hospitales e instituciones sanitarias privadas ahora compiten por los pacientes con capacidad de compra como consumidores que, consecuentemente, aumentan su capacidad de demanda. La auto-medicalización de las personas es cada vez más común, los pacientes llevan sus problemas a los médicos, a menudo directamente exigiendo una solución médica específica (“no puede ser que esto que me pasa no tenga tratamiento….”). Un ejemplo prominente de esto ha sido la creciente medicalización de la infelicidad19 y la expansión del tratamiento con antidepresivos. Enorme cantidad de sujetos (de sectores sociales con capacidad de pago), que están tristes por la muerte reciente de un ser muy querido, reciben tratamiento con fluoxetina o sertralina por “depresión”. Grupos de consumidores sin fines de lucro como CHADD (Children and Adult with Attention-deficit/hyperactivity disorder), la Alianza Nacional para las Personas mentalmente enfermas (NAMI), y la Fundación de Crecimiento Humano se han convertido en fuertes promotores de los tratamientos médicos para los problemas que afectan a su población de interés. Estos grupos de defensa del consumidor están constituidos por los pacientes y familiares de las personas afectadas por el desorden particular. Aunque es también cierto que estos grupos de consumidores son a menudo apoyados financieramente por las compañías farmacéuticas. CHADD recibió el apoyo de Novartis, fabricante de Ritalina; la Fundación de Crecimiento Humano es parcialmente financiada por Genentech y Eli Lilly (fabricantes de la hormona de crecimiento humano); y entre 1996 y 1999, NAMI recibió casi $ 12 millones de dólares de distintas compañías farmacéuticas20.
De modo que lejos del imperialismo médico del que se hablaba en los textos tempranos6, 21, la medicalización es una forma de acción colectiva. La posición de los médicos en la sociedad y la organización del sistema de salud han cambiado profundamente desde los 80. La autoridad médica se ha erosionado22, el control de costos y el “managed-care” se convirtieron en el eje del sistema de salud. Como señaló Donald Light23, proveedores y pagadores cambiaron el equilibrio de influencia entre los médicos y otras instituciones sociales. La medicina corporativizada y el cambio del rol del médico de profesional independiente a empleado abierto o encubierto cambiaron la organización de la atención médica. La “golden age of doctoring” (como la llamaran McKinlay y Marceau24), en que el médico era el protagonista central de la salud, se terminó y fue surgiendo un sistema cada vez más orientado al paciente como comprador. Sin duda, la profesión médica y los médicos siguen siendo protagonistas. La profesión médica es a menudo esencial para la legitimación de nuevas categorías médicas, por ejemplo a través de los organismos profesionales que proporcionan orientaciones para nuevas enfermedades. Pero los motores primarios de medicalización ahora también incluyen la industria biotecnológica, las aseguradoras y los consumidores como actores igualmente poderosos. Los médicos no pueden ya simplemente etiquetar nuevas enfermedades. Los pacientes son colaboradores activos en la medicalización de sus problemas y están ansiosos de medicalización25 y muchos estudios muestran la importancia de la movilización de las personas con un determinado diagnóstico en la promoción colectiva de las nuevas enfermedades26.
Esto implica, que en un escenario complejo, no se trata de demonizar a unos u otros actores. Ni los médicos, ni el complejo industrial farmacéutico, ni las empresas médicas, ni los “consumidores” son intrínsecamente malos (ni intrínsecamente buenos). Los entretejidos sociales no suelen ser un juego de santos y villanos. Cada uno de los protagonistas de la medicalización cumple un rol en la sociedad, sin cuya presencia es difícil imaginar el mantenimiento de los standards de salud y bienestar a los que hemos llegado. Sin la investigación de la industria farmacéutica, no hubiéramos cambiado el escenario sombrío de los primeros tiempos de la epidemia de SIDA y las enfermedades oncohematológicas o el cáncer de mama seguirían siendo inevitablemente fatales en el corto plazo. Sin los médicos (desprestigiados y proletarizados), esos avances de la investigación farmacológica jamás llegarían de manera racional y efectiva a los pacientes. Sin la presión de los consumidores o sus representantes, la mortalidad de la fibrosis quística se hubiera mantenido invariable en décadas. No hay sectores buenos y malos, hay sectores que responden a diferentes intereses y hay actores dentro de cada sector que respetan o no las normas éticas que deben regir su accionar y poner límites a la defensa de sus intereses sectoriales. De una interacción responsable entre todos ellos (y de un Estado regulador) se puede lograr el equilibrio (precario) entre los efectos beneficiosos y los decididamente maliciosos de la medicalización.
¿Desde dónde miramos los médicos la medicalización? Más allá de los intereses egoístas que puedan animar a muchos médicos, uno de los principales objetivos de la profesión médica y de muchos médicos en la práctica de cada día es reducir el sufrimiento de las personas. Los médicos debemos entonces preguntarnos: ¿cuáles son los límites del papel de la medicina en la reducción del sufrimiento?, ¿dónde termina el mandato médico de reducir el sufrimiento? ¿Ese mandato incluirá cualquier cosa relacionada con el cuerpo o la mente humana que puede ser alterado?27 ¿Hay formas de sufrimiento individual que afectan el cuerpo, mente o comportamiento que van más allá de la posible inclusión en el ámbito médico?
Obviamente el poder “sanador” de la medicina no es ilimitado. Pero ¿dónde están los límites? Y ¿quién los determina? La enunciación teórica de qué es lo que vale la pena ser pagado en términos de costos económicos o de control social por el beneficio obtenido puede no ser tan taxativa cuando se la aplica a personas concretas individuales. El uso de la hormona de crecimiento y la “creación” de la categoría “baja estatura idiopática” es uno de los ejemplos más preocupantes de la medicalización y es considerado por los bioeticistas como una forma de “mejoramiento” humano muy cuestionable cuando se aplica a los niños con estatura corta ‹normal›. Pero también es verdad que Lionel Messi no sería Lionel Messi sin el tratamiento con hormona de crecimiento. Y que el mundo no sería el mismo sin Lionel Messi. Es difícil ponderar (vaya descubrimiento de las ciencias sociales) el impacto que puede tener en la “calidad de vida” de cada sujeto el cambio en su percepción de sí mismo y de su relación con el mundo si la Ritalina le permite vencer su pavor a hablar en público o la terapia de reemplazo hormonal le permite continuar ejerciendo su oficio al controlar los sofocones “normales” de la menopausia. Y es que sí, por supuesto, la calidad de vida es subjetiva y depende de innúmeras variables de contexto. Y el arte de la medicina siempre ha residido en eso, en entender que cada paciente es diferente en base a historias, expectativas y percepciones diferentes.
Pero por supuesto, corremos el riesgo de transformar todas las diferencias humanas en patologías. Las diferencias de estilos de aprendizaje se convierten en problemas de aprendizaje o ADHD; las divergencias en el deseo o rendimiento sexual se convierten en disfunciones sexuales; los extremos del comportamiento de compras o inclinaciones se convierten en adicciones a las compras o a Internet o al sexo o al peligro o al deporte28; y las diferencias individuales se convierten en diagnósticos como fobia social o baja estatura idiopática. Siempre ha habido personas tímidas en situaciones sociales o que han tenido dificultad para hablar en público29. En el pasado esta reticencia social era un rasgo de carácter y parte de la gama normal de la personalidad humana. Pero la instalación de la “fobia social” (SAD), como afección psiquiátrica, con su medicamento paroxetina para tratarla, han transformado esta condición de una afección psiquiátrica rarísima en una “enfermedad que afecta a uno de cada ocho estadounidenses”. En ese intento de “corrección” de toda desviación que genera algún grado de sufrimiento: ¿cuándo empezaremos a “tratar” a los Werther, los Cyranos, los Petrarca para curar esa enfermedad psiquiátrica que es (al decir de Ingenieros) “esa ‘capacidad de amar’ absoluta y desmesurada que los caracteriza, hasta hacerlos descollar por sobre los miles de seres humanos que, ‘domesticados por el dogmatismo social, viven en plena mediocridad sentimental’30? ¿O cuándo crearemos asociaciones de pacientes que reclaman tratamiento para las miles de personas que no pueden contener las lágrimas en el final de Madame Butterfly, víctimas de una patológica (y antisocial) sensibilidad musical? ¿O cuándo transformaremos a cada trabajador humanitario en una categoría del DSM-IV ya que sufrir hasta arriesgar la vida para aliviar el infortunio de un desconocido es definitivamente perjudicial y fuera de lo normal? Es eso lo que queremos: un “mundo feliz” (How many goodly creatures are there here!/ How beauteous mankind is! O brave new world,/ That has such people in’t31?) en el que “un solo centímetro cúbico de soma cura diez sentimientos melancólicos”? Al menos deberemos cuestionarnos si todos quieren ese Brave New World y darle lugar a los Bernard Marx que prefieren ser miserables a tomar soma. Y darles la opción a esos que hemos transformado en “pacientes” a desafiar, como John the Savage: “I’m claiming the right to be unhappy32.
Ya no solamente queremos “normalizar” mediante tratamientos y disciplinar las “desviaciones” ya establecidas, queremos inclusive “corregir” los riesgos por conductas o antecedentes o, en la medida en que la biotecnología lo va permitiendo, modificar lo que aún no ha nacido. Algo así como la fantasía planteada por Peter Singer en “De compras en el supermercado genético” en el que el provocador eticista imagina un mundo en que los padres podrán seleccionar las características biológicas y emocionales de sus hijos y encargarlos “a medida” mediante la selección de sus mejores
genes33. Un mundo genéticamente regulado, en el que (para quienes puedan pagarlo) se eliminen todas las imperfecciones y “anormalidades” como lo imaginaba el (por el momento fantasioso) film GATACA. De hecho, ya es una realidad que Estados Unidos permite la existencia de un mercado de óvulos y esperma que cumple en cierto modo la profecía de la regulación genética “on demand”. En un artículo acerca de la práctica de comprar óvulos a mujeres con las características deseadas, como alta estatura e inteligencia, George Annas ha comentado que lo que resulta preocupante es esta objetivación, este tratar a los niños como productos: “encargar hijos a medida no puede ser bueno para ellos. Puede ser bueno para los adultos a corto plazo, pero no es bueno para los niños que se piense en ellos de ese modo”34.
Pero, obviamente, si esta selección genética estuviera disponible, ¿qué madre (con capacidad de pago) no intentaría evitar que sus hijos fueran enfermos, o feos o simplemente “diferentes”? Claro que este futuro “mejoramiento de la especie” (hoy apenas incipiente pero potencialmente posible) aniquilaría las diferencias y significaría que la humanidad nunca más tuviera un Rimbaud, o un Toulouse, o un Nietzche o un Proust o un Joyce, o una Virginia Wolf o un Dalí, hijos con características que seguramente ninguna de sus madres deseó y que, sin ninguna duda, pocos hubieran considerado “normales”.
Siempre se ha identificado la resistencia a la medicalización como una cuestión de control de costos. Es verdad que ningún sistema de salud será capaz de soportar en un futuro próximo la carga financiera que significa una expansión continua de la misma magnitud que la que tiene lugar actualmente. Pero no se trata solamente de costos. En los EEUU, 65% de todas las muertes se producen en hospitales, multiplicando las instancias en que se administra atención inútil o innecesaria, que no sólo genera gasto sino sufrimiento sin propósito. El fenómeno no se limita al final de la vida. Se calcula que el sobretratamiento causa la muerte de por lo menos 30.000 beneficiarios de Medicare cada año35 mientras que las intervenciones innecesarias significan el 10-30% del gasto total en salud36. La Organización Mundial de la Salud ha identificado la resistencia antimicrobiana (fundamentalmente secundaria al uso indiscriminado de antibióticos) como una de las prioridades de salud pública global y ha llamado enfáticamente al uso racional de antibióticos para evitar que retrocedamos 100 años en el control de las infecciones37.
¿Cuál es el rol que nos toca a los médicos en evitar los efectos perjudiciales de la sobre-medicalización? El American Board of Internal Medicine lanzó en 2011 la campaña Choose Wisely (“elegir sabiamente”) tratando de identificar pruebas, tratamientos o servicios “que deben ser reevaluadas”. El Archives of Internal Medicine lanzó su sección, “Less is more” tratando de examinar “los daños innecesarios de tratamiento y pruebas, sin ningún beneficio esperado”. Estas campañas han generado “alertas” como “no recete rutinariamente antibióticos para la sinusitis aguda leve a moderada a menos que los síntomas duren por más de siete días”; “No programe inducciones de parto o cesáreas antes de la edad gestacional 39 semanas, 0 días”; “No haga screening para la escoliosis en adolescentes38.
Los médicos somos aún los guardianes del acceso a la mayor parte de los tratamientos. Para prácticamente todas las entidades medicalizadas, son los médicos quienes administran los tratamientos médicos. Para obtener un diagnóstico, acceder a una receta para medicamentos o la indicación para una cirugía, los médicos son necesarios y son quienes conservan el papel de expertos. Debemos ser conscientes de que somos fácilmente tentados por la medicalización, aún actuando desde el más honesto de los lugares. Hemos sido entrenados para hacer “todo lo posible” para aliviar el sufrimiento y hemos crecido en la confianza de que la única herramienta efectiva para cumplir ese objetivo es la medicina. Pero además somos conscientes de que, aun sabiendo en cada caso particular que algo no es la conducta más correcta, estamos dispuestos a ceder porque trabajamos bajo enormes presiones. Una encuesta realizada para la ABIM Foundation en EEUU reveló que un sorprendente 53% de los médicos ordenaría una prueba hipotética que supiera que era innecesaria si un paciente insistiera39. Los médicos solicitan intervenciones innecesarias por una multitud de razones, incluyendo miedo a las demandas por mala praxis, el deseo de parecer estar haciendo algo más que nada, el intento de demostrar minuciosidad en su trabajo o simplemente porque así han sido entrenados. A lo que debiéramos agregar, la sensación de que la sociedad por un lado los maltrata y los desprestigia y por otra les pide un nivel de excelencia moral que no le exige a otras profesiones.
La medicalización es un problema con efectos negativos serios para la economía de la salud, la sostenibilidad del sistema y la vida individual de las personas. Las sociedades médicas del mundo se han puesto en alerta y deberán cumplir un rol esencial en la generación de normas que instalen la prudencia y un cuidadoso análisis costo-beneficio para cada nueva intervención. Tendrán que ser muy cautelosas a la hora de emitir opinión sobre la redefinición de enfermedades o situaciones de riesgo que harán caer en la categoría de “enfermos” (y consecuentemente en el mercado) a decenas de miles de personas, las propuestas de screening masivo o los tratamientos que modifican sólo marginalmente la evolución natural de ciertas enfermedades (o “no-enfermedades”). Son y serán las responsables de analizar de manera objetiva y sin conflicto de intereses, la verdadera evidencia y la magnitud del impacto esperado de una intervención innovadora.
Pero más allá de las recomendaciones generales (valiosas y necesarias), gran parte de las decisiones médicas están y quedarán en manos del médico individual. Para esas circunstancias individuales, no hay recetas mágicas ni hay equilibrios perfectos. No hay una “guideline” que pueda decirnos de manera acabada dónde debe estacionarse el fiel para cada nueva adquisición médica. El sentido común, la responsabilidad a la hora de tomar decisiones, la discusión informada con los pacientes y, sobre todo, el respeto por nuestra propia profesión y por lo que alguna vez quisimos ser, parecen las mejores herramientas para poder aportar nuestro gramo de cordura a un sistema de salud que se desliza por una pendiente peligrosa.

Conflictos de interés: La autora coordina el estudio “Seguridad del uso de puirfenidona” patrocinado por Laboratorios DOSA.

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Mujer joven con afectación pulmonar bilateral y alteración de la conciencia

Autores:

Churin Lisandro
Ibarrola Manuel

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